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De la adicción al poder: en carne propia o en cuerpo ajeno

Siempre me he preguntado: ¿Qué puede ser más difícil de dejar que aquello que amas? Luego de varias reflexiones personales, con asombro, desde la barrera, intentando mantener la compostura en un mundo cada vez más enfermo de los mismos males de siempre, descubrí desde mi quizá sesgada percepción, que no hay nada más difícil que dejar el poder.

Parece que el poder es, sin duda, tan tremendamente adictivo, que resulta difícil dejarlo de modo pacífico. He visto en la distancia cambiar fácilmente amor por poder, he visto renunciar, bajo el supuesto de la potencia de hacer algo por el bien común, a las virtudes que hicieron en otros tiempos mejores personas.

Al final uno se acostumbra como ciudadano a verlo todo muy normal, que los mismos repitan una y otra vez en la política, en las direcciones de entidades públicas, en las juntas de todo orden, en todo espacio en el que se otorgue algún grado de autoridad para subordinar a otros, o en el que se pueda aprovechar de cualquier modo abierto o soterrado los beneficios que concede ese poder. Para referirse a esto, en el argot cotidiano se emplean expresiones: ¡pero es que esto es lo que la tierra da!, ¿Qué es lo malo de que, en un cargo, en juntas o demás órganos de representación estén siempre los mismos durante 10, 15 o más años?

Donde trabajo, por ejemplo, conozco a una persona que lleva alrededor de 20 años ejerciendo la misma representación y que a su vez elige a quien ostenta el poder una y otra vez, y en una situación parecida están varios de la misma junta. Esto no quiere decir que todo lo hagan mal, de hecho, puede que se escuche que hacen algunas buenas intervenciones, sin embargo, del mismo modo, se suele escuchar que hay o ha habido provecho personal, eso es ampliamente conocido.

Una vez se aprende el arte de llegar al poder, el siguiente nivel no puede ser otro que el de aprender a conservarlo, aunque también se reconoce que no es el poder el que corrompe a la persona, sino que es el poder el que atrae a los corruptos, en cualquiera de los casos es pernicioso.

Quienes llegan a algún poder lo hacen por dos vías: en cuerpo propio, es decir, de modo directo (lo que no necesariamente sugiere mérito) o en cuerpo ajeno, que es lo que sucede cuando la persona que tiene poder no tiene claro si irse o continuar, termina formando y dejando a alguien que continúe con su legado y se le parezca, lo que no siempre es fácil porque la deslealtad es posible en todo tipo de personas.

La pasión por mandar es una característica del poderoso, una vez llegan, se confían y tardan poco en desarrollar ese agudo encanto por sentirse superiores y entender que los demás son inferiores, lo que se traduce en soberbia. La mentalidad les cambia, es sencillo, el lema se convierte en “no ser sino parecer”, dejar todo a medias es la estrategia que se usa para continuar con la expectativa de que en algún momento lo prometido se hará realidad, lo inconcluso así como sucede en las relaciones tóxicas siempre “apega” porque se aprende a vivir entre la esperanza y la nostalgia, la esperanza del cambio y la nostalgia de lo poco buenos que fueron un día.

Al final cuando ves una y otra vez a los mismos, como ciudadano te vuelves apático, hay desidia por el bien común, una especie de postración social y se crea la cultura circular del “si ellos son corruptos en su esfera, yo también puedo serlo en la mía”. Quienes se perpetúan no siempre son virtuosos, pero siempre son ejemplo para el resto, pues se imita lo que se ve en los líderes. Al final la democracia se sofoca, pues la desigualdad transita en la forma en que se concentra el poder.

Y, es que el poder no distingue, seduce por igual a los de izquierda y los de derecha, a azules, rojos, verdes, naranjas, amarillos, pálidos o coloridos, y en su tránsito se ve de todo, porque se acomodan sin asco a otras ideologías que antes atacaban lo que llamaran de modo sofisticado “política dinámica”. Hacen amigos a los que fueron enemigos, porque la idea de amarrarse al poder es la meta sin importar cómo.

Quienes buscaron perpetuarse siempre terminaron más investigados que vanagloriados. El tiempo justo está determinado por el momento que permite evaluar el ideal que les convenció a llegar, antes de terminar permeados por el sistema corrupto que una vez criticaron. Irse a tiempo es en ocasiones una gran virtud, algo así como una victoria.

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