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¿Cuál es la peor de las crisis?

El 8 de noviembre de 2013, siendo estudiante de Ciencias Políticas de la Universidad de Ibagué, asistí a la conferencia en el marco de la conmemoración de la semana de la Ciencia Política y la evolución de los conflictos en Colombia. Conferencia presidida por Daniel Pecaut, sociólogo francés especialista en sociología política latinoamericana, gran investigador sobre la historia política y el conflicto armado en Colombia.

De las innumerables apreciaciones que realizó Pecaut, hubo en especial una que quedó grabada en mi memoria “la constitución de 1991 institucionalizó la corrupción en Colombia”.

Colombia es el único país latinoamericano que se jacta de no haber tenido una dictadura militar a lo largo de historia. Aunque se haya presentado un golpe de estado en 1953, en cabeza del General Gustavo Rojas Pinilla, éste no desencadenaría en una dictadura y posteriormente tendría una salida “democrática”.

En 1991, se llevaría a cabo una constituyente que daría como resultado el cambio de la carta Magna de nuestro país, que llevaba más de 100 años siendo el manual de dirección de esta Nación, que se sumergía en diferentes conflictos armados, movimientos subversivos, terrorismo, narcotráfico, crisis económica y violencia social. Ésta nueva constitución, así hayamos pasado a denominarnos un “Estado Social de Derecho”, no significó una mejora sustancial para el pueblo. Si bien, se establecieron algunas herramientas de gran beneficio en la defensa de los derechos, como la “tutela”, todos los tipos de crisis siguieron en aumento, y muchas de ellas han llegado a niveles inimaginables.

¿Cómo llegamos a este punto? En donde un país que evita una dictadura militar y se encamina a una distribución del poder político de una manera equitativa, termina por perpetuar las profundas crisis que lo agobian.

Colombia es un país con una fuerza descomunal en las instituciones públicas. Éstas no dependen del panorama político o económico, su función y autoridad gozan de una legalidad más allá de su legitimidad, por lo tanto, gobierno tras gobierno se siguen fortaleciendo al margen de la crisis de momento que afronte el pueblo. Si en su génesis, la institucionalidad es corrupta, las políticas implementadas, aunque sé formulen e implementen con un sentido y trasfondo benéfico, no rendirán el valor esperado y su resultado será nulo o momentáneo, por lo cual, la problemática se acrecentará y recaerá sobre el golpeado pueblo, que carga la base de la pirámide sobre su debilitada espalda.

Ahora sumamos una nueva problemática en nuestro repertorio, el COVID-19. El 6 de marzo del presente año, el gobierno colombiano confirmaba el primer caso de contagio en el país. Hoy se registran más de 20.000 casos, con más de 800 fallecidos y más de 6.000 recuperados. Las medidas tomadas por el gobierno han dado resultados al lograr que la curva de propagación del virus sea levemente mitigada, pero solo ha pospuesto el crecimiento de la misma.

La crisis producida por el virus ha provocado un cataclismo en la económica colombiana. La llegada del virus trajo consigo dos fenómenos históricos: la subida del precio del dólar a su punto más alto (en Colombia), y la caída del precio mundial del petróleo a ceros. Sumado al aislamiento obligatorio (única herramienta de lucha para contrarrestar el virus), la maquinaria económica se ha detenido, desde la esfera nacional hasta la esfera local, las grandes, medianas y pequeñas empresas han tenido que cerrar por tiempos indefinidos, y finalizando con los empleos informales que se encuentran sin ninguna protección ni respaldo con que sobrevivir el implacable paso de los efectos generados por el problemática. Y ahora ¿cómo ha enfrentado Colombia estas dos crisis en un momento simultaneo?

El gobierno colombiano ha optado (en principio), por una inyección de capital a las entidades bancarias con el fin de que éstas, conviertan esas ayudas en créditos para las empresas y los empresarios brinden las garantías correspondientes a sus empleados. Dicha medida podría interpretase como lo que en física es conocido como el efecto de la onda “al arrojar una pequeña piedra en una laguna tranquila, se forman círculos concéntricos en la superficie del agua cada vez más amplios”. El gobierno rescata el sistema financiero, para que, a su vez, éste arrastre la economía de los demás sectores. Pero, siguiendo con el efecto de la onda “este efecto de onda continúa hacia afuera hasta llegar al borde de la laguna o dar contra un OBSTÁCULO [...] si muchas de estas ondas, sin importar su tamaña golpean un obstáculo, esta comenzará a modificarse"  Ahora bien, en el contexto práctico de las medidas aplicadas en Colombia, ¿qué obstáculos se han encontrado las ayudas?

El 21 de mayo, la Procuraduría General de la Nación realizó un anuncio en el cual expone que se encuentra adelantando 512 procesos disciplinarios en entidades de orden departamental y municipal por presuntas irregularidades en temas relacionados a la emergencia COVID-19, y sin quedarse atrás, la Contraloría General de la República alertó a 26 gobernaciones y 67 alcaldías por presuntos sobrecostos en temas contratación en el marco de la pandemia.

El país se debate sobre la responsabilidad, inocencia o culpabilidad, de cada uno de sus mandatarios en los presuntos procesos de corrupción encontrados, mientras el pueblo se encuentra retornado de su aislamiento, quedando a la merced de dos tipos de virus: el COVID-19 y la corrupción, que ha corroído el sistema hasta el punto en el que no sabemos cuál crisis es peor que otra.

Deberíamos solicitar a los Entes de control que midan el accionar del gobierno nacional con la misma vara que han medido a los gobiernos locales. Y, a los epidemiólogos que investiguen sobre qué se ha propagado con mayor rapidez ¿el COVID-19 o la corrupción?

 

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