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Tributo póstumo a comerciante del Líbano escrito por su hijo José Alberto Mojica, periodista de El Tiempo

José Alberto Mojica Patiño nació en el Líbano en 1977. Periodista y escritor, inició su carrera en Tolima 7 días. Actualmente es el editor de Especiales Multimedia de El Tiempo, diario al que está vinculado desde el año 2000.
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Autor: José Alberto Mojica
Autor:
José Alberto Mojica

El piso de madera de la casa crujía con cada paso de mi papá. El taconeo de sus botas texanas de tacón alto nos anunciaba, a lo lejos, que había llegado. Y mis hermanos y yo nos poníamos felices o asustados porque mi papá era el papá más tierno y dulce pero también podía ser el papá más recio y bravo. Como un toro. 

Mi papá caminaba elegante, derechísimo, mirando siempre hacia el frente, como un pavo real. Como los pavos reales de la casa, que tanto amaba. Solo agachaba la cabeza cuando, por fin, admitía que había perdido alguna batalla. Porque nunca le gustó perder o aceptar una derrota.   

Sus pasos producían un taconeo uniforme, como los de un caballo de paso fino.

Ta - rarán
Ta - rarán
Ta - rarán

Mi papá siempre amó sus botas texanas porque mi papá se sentía o se quería sentir como un charro mexicano, o como un bandido de una película de vaqueros con pistola y todo.

Y amaba sus botas de charro porque también lo hacían lucir más alto. Mi papá no era bajito (medía 1,68 metros según su cédula), pero le hubiera gustado tener unos centímetros más de estatura y por eso se empinaba cuando le tomaban fotos.

Mi papá parecía desfilar por el pasillo de la casa vieja, la que se quemó el 9 de julio de 1999 en uno de los episodios más dolorosos de nuestra historia pero del que supimos levantarnos con gallardía, como él nos enseñó; llegaba a la habitación que compartía con mi mamá y se dejaba caer hacía atrás, y las botas de tacón alto quedaban colgando por fuera de la cama, con la punta mirando al techo. El que estaba por ahí sabía que tenía que correr a quitarle las botas. Era una especie de ritual en el que sufríamos para arrancarle esas botas que parecían parte de su cuerpo, suavizándolas desde el tacón y hasta la punta (varias veces desde el tacón hasta la punta, primero suavecito y luego con fuerza) hasta lograr arrancarlas como se arranca el tallo de una mata, con la raíz, o como el corcho de una botella de vino que sale disparado. Muchas veces terminamos en el suelo con las botas en la mano.    

Mi sobrino y colega periodista Óscar recordaba esa anécdota hace unas semanas, cuando compartió en el grupo de WhatsApp de la familia Mojica Patiño la imagen de una niña quitándole las botas al papá. La misma escena que vivimos durante tantos años. Un ritual que mis hermanos  y yo (Maryori, Patricia, Ricardo) y mis sobrinos, Óscar y Valentina, cumplimos con el honor, el amor y el respeto que se le rinde a un padre.

WhatsApp, debo decirlo, hizo muy feliz a mi papá durante sus últimos tiempos de vida. Era el primero en saludar en el grupo de la familia Mojica Patiño, y en el de todos los Mojicas con todos sus apellidos asociados. Y muchas veces lo dejábamos en visto pero él nunca se sintió mal ni reclamó por eso. Bueno, a veces sí reclamaba, con cariño, pero entendía que todos podíamos estar ocupados. Siempre nos recordaba que nos quería mucho y nos deseaba que tuviéramos un día lindo y se despedía con su tradicional: chaíto. 

“Hijitos, buenos días, Dios me los bendiga y los proteja por donde quiera que vayan. Los amo mucho, los quiero demasiado. Y como siempre les he dicho: me van a hacer mucha falta cuando me muera”, decía uno de esos mensajes, hace apenas unas semanas. 

Mi papá presentía que se iba a morir y poco a poco se fue preparando para su final. Creo que eso sucedió después de la cirugía que le hicieron en julio del 2017, cuando casi se nos muere, cuando tuvieron que reemplazarle dos válvulas del corazón. Una cirugía tenaz de la que salió airoso y que se convirtió en una oportunidad para vivir de nuevo. 

Para renacer.
Para saldar las deudas pendientes.
Para sanarse. 
Para ayudar a sanarnos. 
Para perdonarnos.
Para que lo perdonáramos.
Gloria a Dios por permitirnos ese privilegio. 

En otro audio, del pasado mes de noviembre cuando mi mamá se fue de paseo para Cartagena con mis tías Barbarita y Omairita -en un paseo que él se inventó y que luchó y luchó hasta convertirlo en realidad con el apoyo de la familia porque quería que mi mamá y sus hermanas disfrutaran del mar y de la compañía de su hermana menor, la tía Mery- se escucha lo siguiente: “Muy buenos días esposita bella, hermosa, preciosa, me he dado cuenta que cuando no la tengo a mi lado es que me doy cuenta de que la he querido mucho y la sigo amando, como siempre, hasta mi muerte. La estoy extrañando mucho, amorcito. Chaíto”.

Queda claro, clarísimo, que mi mamá fue el verdadero y el gran amor de la vida de mi papá. Mi tía Bárbara recuerda que él era capaz de atravesar montañas, cafetales, ríos, quebradas, charcos, platanales, guaduales, caminos de herradura -de día y de noche-,  desde El Tesoro, pasando por San Jorge y La Marina para llegar a visitarla allá en la finca de los abuelitos en la vereda La Plata. El mismo lugar donde le pidió su mano a mis abuelitos cuando ella apenas tenía 15 años y él, 22.

Bueno, así era en ese entonces.

El próximo primero de abril cumplirían 50 años de casados. Pero no. A mi papá no le alcanzó la vida. 

***

Mi papá me heredó su nombre y sus genes. Somos igualitos. Me enseñó el valor de la palabra y el respeto absoluto a Dios. Me enseñó a honrar el trabajo duro y honesto. Y me acostumbró a no salir de casa sin un pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón. 

Yo pensaba que mi papá nunca se iba a morir porque era un toro, de la mejor casta. Aguantó tantas cuchilladas en la vida y siempre se levantó victorioso. 

Soportó varios accidentes de tránsito. En uno de esos, por allá cuando estaba sobre los 30 años, por andar de borracho y bandido -porque mi papá también fue muy borracho y muy bandido- se rompió la cabeza y la herida en la cabeza se le estaba pudriendo y tuvieron que operarlo de emergencia en el hospital San José por allá en 1984, en Bogotá, cuando yo tenia siete años; el mismo hospital donde se le fue la vida el pasado 7 de enero, tres meses antes de cumplir los 73 años y de cumplir 50 años de matrimonio con mi mamá.

Sobrevivió a una infinidad de peleas callejeras porque ese hombre era capaz de irse a los golpes con el que fuera por defenderse y por defender a los suyos.  

A dos cirugías en la cabeza y a una de corazón y a otra en la que le reconstruyeron la cara después de que lo agarraron a patadas por reclamar por una fiesta que hicieron en el lote que quedó del hotel El Dorado después del incendio y a donde llegó a reclamar porque no lo dejaban dormir. Infelices. Ojalá puedan vivir con su conciencia.

Sobrevivió a sus épocas de soldado del Ejército de Colombia, de las que siempre se sintió muy orgulloso, y a la época de la violencia. 

Era el hombre más fuerte del mundo. El más fuerte que podré conocer. Un toro. Por eso, pensaba que no se iba a morir. Nunca. También sentía que nunca nada malo me podía -nos podía- pasar bajo su protección. 

Pero no aguantó más.  Y yo no asimilo este sentimiento de orfandad. Nadie asimila su ausencia.
***

Mi papá no fue una persona común y corriente. Mi papá vino a trascender. Desde pequeño supo que debía trabajar duro si quería salir adelante. Para ganarse la vida de una manera honrada. Y eso, recuerda mi tío Libardo, su hermanito, su parcerito, se ve reflejado en toda su descendencia.

Nunca he conocido a alguien más trabajador. 

Un resumen de todos los trabajos de mi papá dirá que fue:

  • Vendedor de bolsas de papel en la estación de trenes de La Florida, Cundinamarca, cuando tenía nueve años.
  • Recolector de café
  • Agricultor
  • Finquero
  • Empleado de la Chel, el almacén de Purina de los Botero.
  • Telefonista de Telecom
  • Vendedor de zapatos de pueblo en pueblo en una camioneta de mi padrino Germán Vega, que se les fue muy pronto a mi madrina y a mis primas, cuando ellas eran apenas unas niñas. 
  • Fundador de su propio emprendimiento, la Súper Raza; un negocio que volvió próspero con la ayuda de mi mamá y en el que todos trabajamos desde chiquitos. Vendía pollitos, alimentos concentrados para animales, droga veterinaria, pollo crudo, huevos, queso. Lo que fuera.

Y hasta el último día en el que estuvo en pie, el pasado 30 de diciembre, siguió trabajando en el negocito que montó en el garaje de la casa nueva de Los Pinos. Le decía: la empresa. Ese día, así, tan malito que estaba, se levantó y se fue en la moto para la Galería a comprar ramitas de cilantro para vender. 

  • Fue cazador y adiestrador de perros de cacería. Fueron legendarias sus faenas de caza, hasta de varias semanas, en los lugares más recónditos de Colombia.
  • Fue cuentachistes aficionado. Serán legendarios sus chistes tan malos, de los que siempre se reía a carcajadas. 
  • Fue futbolista y un virtuoso jugador de tejo. Y en cancha larga. Esas canchas corticas de tejo le parecían una pura sinvergüencería. 
  • Y también fue coleccionista de animales, a tal punto de crear su propio zoológico con venados, pavos reales, borugas, guatines, tortugas, chigüiros, pájaros de todo tipo de plumajes y colores, una babilla, un oso perezoso. Una llama. Una iguana. Todos esos animales los tenía en el solar de la casa que se nos quemó, donde también mandó a construir una piscina que fue la dicha para toda la familia y para mis amigos. Cómo gozamos en esa piscina y en ese solar. 

Y recuerda mi sobrina Valentina, su princesa, que amaba tanto a los animales que tenía varias casitas de madera -en la casa nueva- donde les ponía comida a los pajaritos.  

Mi papá fue un gran empresario, a su modo, a su estilo, con su escasa educación. Un patrón bravo, pero justo. Le dio empleo a muchísima gente.

William Ávila Pachón, el nieto de doña Concha, mejor conocido como Cheo, recordó en Facebook que trabajó desde niño al lado de mi papá y que mi papá fue su gran ejemplo para salir adelante y luchar por sus sueños. Hoy, Cheo es un próspero empresario, como lo fue mi papá.

Escribo estas palabras desde la terraza de la casa, viendo las montañas y cafetales que rodean a nuestro pueblo. Su pueblo, del que nunca se quiso ir. Me acompaña mi prima Yineth, la 100, que siempre ha reconocido a mi papá como a su verdadero y único papá. Ella y sus hermanos los sabogales amaron profundamente a mi papá y él también los amaba a ellos. Gracias por darle tanto amor, primos del alma.

Con mi prima la 100 nos fuimos caminando para el velorio. Quisimos caminar. Pero antes, bajamos hasta el cafecito que mi amiga la Peri montó en su casa de madera, justo al lado de la que fue la casa de la abuelita Anunciación, la mamá de mi papá y de sus 10 hermanos.  

Mi amiga la Peri se ha convertido en algo así como una reparadora de daños emocionales. Y conoce muy bien nuestra historia familiar.

Por eso nos invita a vivir su partida desde el aprendizaje y el amor. Nunca, como una tragedia. A recordar todas las lecciones que nos dejó Alberto Mojica. 

La muerte no tiene por qué ser un fracaso de la vida. “Lo que pasa es que a nosotros nos enseñan a celebrar el bautizo, la primera comunión, el matrimonio, la vida. Pero nunca nos enseñan a despedir a nuestros seres queridos”, me abraza Sandra, la hermana de la Peri.

Mi amigas Mariantonieta y Mayito nos recuerdan lo orgulloso que vivía mi papá de su familia, de sus hijos y su nieto periodistas, de su futura nieta abogada Valentina y de esos cachorritos hermosos que son Alejito y Santi. De toda su casta. 

Dos días antes de partir de este mundo, en el hospital, me encargó varios rosarios de los que traje después de haber viajado al lado del Papa Francisco.  Para las enfermeras que lo cuidaron. Les contó eso, que su hijo había ido hasta Roma a traer al Papa.

Y que al Santo Padre le entregué un ejemplar del libro que escribí sobre la Santa Colombiana Laura Montoya. Ni en esos momentos dejó de presumir de mi.

Y era el papá más orgulloso del mundo cuando escuchaba cantar a sus hijos. Fue muy, muy feliz, cuando hace apenas unos meses mi hermana Patricia y yo grabamos nuestra propia versión de Ciudad de Torres Blancas, el himno de nuestro pueblo.

Siempre cultivó en nosotros el amor por la música y cuando estábamos chiquitos nos metía en clases de guitarra y de canto con el maestro Toledo. También eran famosas las serenatas que le llevaba a mi mamá los domingos en la noche después de jugar tejo. Llegaba borracho con los serenateros y nos levantaba de la cama a mi hermana y a mí para ponernos a cantarle. Y nos daba plata por cantarle, así, en pijama. 

Él también tenía sus ínfulas de cantante y se envalentonaba y cogía el micrófono y cantaba la única canción que se sabía: El Rey. Una canción que siempre lo representó. “Yo se bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar”. 

Mi papá no hizo lo que quiso: hizo lo que se le dio la gana. Y eso es muy inspirador.

Mi papá se fue.

Pero mi papá nunca podrá morir.

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