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Tapen - tapen, partidocracia y gatopardismo

Como ya se ha comentado en esta columna, analistas de la cúpula del Estado colombiano como Alejandro Gaviria, Guillermo Perry y Rudolf Hommnes, entre otros, dicen que hace medio siglo la élite del país, pública y privada, acordó perpetuarse en el poder con el clientelismo, sistema que usa los recursos públicos para obligar a los electores a votar por ellos, aberración que justifican con el cinismo de alegar que así derrotan a los “populistas”, como motejan a quienes no hacen parte de sus negocios y desean un país próspero y democrático de verdad.

El clientelismo no es, entonces, un error del sistema electoral y político nacional sino su esencia, porque permite gobernar contra la gente y ganar las elecciones, gracias a que la plata de los impuestos se usa para constreñir al ciudadano: “O vota por mí o por fulano o no le hago la carretera, o no le adjudico una vivienda, o le doy o le quito el puesto”.
 
Tan es el clientelismo política de Estado que el Presidente de la República, con sin par cinismo y la alcahuetería de tantos, defiende en público la ‘mermelada’ que reparte como si fuera un mecanismo inocente de asignación de recursos públicos y no el pacto execrable de darles esa patente de corso a sus barones políticos, a cambio de que obliguen a la gente a votar por ellos y por Santos. Y con el mismo fin reparte la Unidad Nacional billones de pesos entre millones de compatriotas en planes como Familias en Acción o las viviendas gratis.

Cuán cándido o astuto es que se diga que Santos ganó por votos de opinión, cuando su triunfo fue por sobre todo el éxito de las maquinarias y la corrupción, hecho que en parte explica por qué el gobierno prefirió prevaricar en las elecciones de 2014, al negarse a cumplir con la Ley 1475 de 2011, que ordena el voto electrónico.
 
Un sistema electoral con fundamentos tan turbios como estos tiene que empeorarse, dándoles más fuerza en su filosofía y en su práctica del “todo vale” a las corruptelas públicas y privadas, incluido comprar de frente los votos, los jurados que falsifican las actas de votación, el soborno de autoridades electorales y el robo de las elecciones, como es vox populi y lo han sostenido connotadas autoridades. En efecto, el procurador Maya Villazón explicó que las elecciones eran tan corruptas que cabía la idea de no convocarlas y el actual Registrador explicó que sí se las robaban.
 
Este océano de constreñimiento a los electores y corrupción hace juego con un Consejo Electoral, una Registraduría y todo un sistema institucional diseñado para que gane una oscura partidocracia –“en Colombia manda el partido del presupuesto”–, constituida para defender intereses contrarios a los del progreso del país.
 
La reforma política y electoral de Santos, no obstante los ditirambos que acompañan sus actos, hasta los de ínfima cuantía, no solo no apunta contra estos males sino que busca justificarlos, ocultarlos y mantenerlos, usando como pantalla acabar con la reelección y otro par de prohibiciones. Su reforma no propone eliminar la mermelada y el clientelismo ni cambiar de fondo un sistema controlado por la partidocracia, tampoco menciona el papel decisivo del fraude y el constreñimiento a los electores y perpetúa un Consejo Electoral excluyente, el umbral de tres por ciento y la cifra repartidora, diseñados contra fuerzas como el Polo Democrático Alternativo.
 
Pero el proyecto santista, en cambio, golpea la circunscripción nacional y prohíbe la lista abierta y el voto preferente, con el obvio propósito de quitarle poder al voto de opinión, que caracteriza a las fuerzas políticas diferentes a las clientelistas, mientras busca ocultar tras figurones supuestamente impolutos a quienes consideran que sí deben elegir pero a las escondidas, porque los desacreditan. Si una lista abierta con equis indeseables se cierra, lo único que sucederá es que ellos seguirán ahí, pero ocultos al escrutinio ciudadano.
 
Como estas maniobras antidemocráticas ocurren en el Principado de Anapoima de Santos II, las presentan en medio de exageraciones y como si fueran el cambio profundo que se requiere, cuando en verdad mantienen el statu quo, responden a las necesidades politiqueras de la partidocracia y expresan ‘gatopardismo’, el nombre que se les da a ciertas reformas calculadas para presentarlas como profundas pero cuyo objetivo fundamental es que poco o nada de lo principal cambie.

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