Así usted, apreciado lector o lectora, no lo haya oído mencionar, ¡un tercio de las familias de Colombia, 15 millones de personas, hace menos de dos comidas al día! ¿Cuánta hambre y sufrimiento significa esta tortura diaria? Y de esto poco o nada se dice en los medios, a pesar de ser de lo peor que pasa en el país, porque además de serlo en sí mismo, es caldo de cultivo para otros males.
¿Si será cierta la teoría retardataria que culpa a los mismos que aguantan hambre porque son unos vagos que no quieren trabajar? ¿A quién responsabilizar además de que haya 12 millones de colombianos que no consiguen empleo, sin contar a los cinco millones –más que los venezolanos en Colombia– que tuvieron que irse a buscar empleo a otros países, donde son trabajadores ejemplares? ¿Cuánta riqueza dejan de aportarle al país esos compatriotas, cuyo potencial se dilapida?
En la base de este drama social está la corrupción, sin duda, con la que se roban la riqueza creada y, peor aún, impiden crear más. Ha llegado a tanto la desvergüenza –en la que funcionarios públicos y políticos siempre actúan con compinches privados–, que crecen los fraudes que son legales –aunque suene absurdo–, en los que los delincuentes, primero, cambian las normas y, luego, se aprovechan de ellas. En el volteo de tierras, por ejemplo, propietarios, alcaldes y concejales corruptos modifican los usos del suelo de los municipios en contra del interés de la comunidad. De ahí que tome fuerza en el mundo definir la corrupción no por su ilegalidad, sino como el abuso del poder público en beneficio privado.
Otro ejemplo: constituye un fraude corriente construir vías de calidades superiores a las que de verdad se necesitan, porque mientras más cuesten, más ganan los contratistas y mayores son las coimas y los réditos políticos para quienes las promueven e inauguran. Y se ha vuelto común financiarlas con tráficos inflados y peajes que se sabe que no se recaudarán, cosa que no les importa, en razón de que los contratos estipulan que el Estado se obliga a pagarles a los concesionarios lo que dicen las fórmulas tramposas con las que diseñan estos negociados, aunque no pasen los vehículos.
En el enorme incremento de la corrupción en Colombia –con razón conocido como uno de los países más corruptos del mundo– pesa que cada vez más se contrate gasto público con normas de derecho privado, las cuales, al ser por definición más laxas, facilitan la ladronera, complicidad que la basura ideológica neoliberal justifica tras el cuento absurdo de ser “más eficientes”. ¿No es el primer criterio de la eficiencia que no se roben la plata? ¿Los propietarios de las empresas privadas facilitan que los roben? ¿Y qué tal la puerta que están abriendo con el gasto público secreto de las vacunas y la venta de Electricaribe?
La peor corrupción es la que está en la base de todas las demás: la del sistema político y electoral que destruye a Colombia porque propicia que se robe la riqueza creada y, más pernicioso aún, impide crearla en mayores cantidades, con lo que se mantiene preso al país como un todo del desempleo, el atraso y la pobreza. Porque un porcentaje decisivo de los votos que se depositan en Colombia, además de los que se consiguen con los fraudes en las urnas y los que literalmente se compran, proviene del clientelismo, que usa la plata del Estado para elegir candidatos que gobiernan en contra de quienes votan por ellos, operación que destruye el fundamento básico de la democracia electoral, que reside en que en las urnas se castiga, no reeligiéndolos, a los que deciden contra el progreso nacional. El caso clásico de este engaño lo sufren los electores de las zonas rurales, a quienes durante treinta años han puesto a votar por los mismos que pusieron a Colombia a importar 14 millones de bienes del agro que pueden producirse en el país. Y parecido les pasa a los fabricantes de bienes industriales, víctimas también del libre comercio y de la corrupción oficial que facilita el contrabando y el lavado de activos.
La única posibilidad de darle golpes rotundos a la corrupción que se ha tomado a Colombia reside en enfrentarla desde la jefatura del Estado, para usar con ese objetivo todo su poder en dos direcciones. Para gobernar con quienes posean la integridad suficiente para no corromperse ni amilanarse y para aprobar normas que enfrenten a los pillos, siendo lo principal el carácter de los gobernantes. Porque es obvio que si mandan bandidos y alcahuetas, ninguna norma podrá impedir que hagan de las suyas, y todo seguirá igual.