
Opinión
Ibagué: de ciudad musical a ciudad del ruido
Lindsay Gómez
Psicóloga con maestría en Psicooncología y Cuidados Paliativos
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Abrir WhatsAppHe decidido comenzar este artículo con una pregunta que invita a la conciencia: ¿Hace cuánto tiempo vive usted en Ibagué? Y durante este tiempo, ¿en qué medida siente que ha aumentado el ruido en la ciudad?
Ibagué es un bello municipio ubicado en el centro de Colombia, abrazado por la más alta de las tres cordilleras colombianas, la cordillera central de los Andes, de manera específica, por el Nevado del Tolima y el Cañón del Combeima.
Además, esta región es llamada capital musical de Colombia, atributo que le fue asignado —según la reconstrucción de la historia—, gracias al impacto que tuvo el diplomático francés, Conde de Gabriac, en el siglo XIX, cuando en su recorrido por la Nueva Granada, Ecuador, Perú y Brasil, llegó a Ibagué.
Se dice que en esta tierra, él se sintió muy emocionado e impresionado al escuchar las serenatas nocturnas, que, con base en antecedentes históricos, es muy probable que el Conde haya presenciado presentaciones informales de conjuntos de música tradicional conformados principalmente por campesinos, indios y jornaleros, quienes después de sus jornadas laborales, interpretaban bambucos y pasillos con instrumentos típicos como la guitarra, tiple, bandola, flautas y tamboras.
Contemplando este entrañable pasado, puedo imaginar que para el Conde de Gabriac fue una experiencia inolvidable degustar ese folclor tejido desde las raíces culturales del pueblo, la cual inmortalizó en su libro de impresiones: Viaje a través de América del Sur.
Me pregunto, ¿qué impresión tendría él de Ibagué en este momento en el que aquellas melodiosas serenatas nocturnas ya no son tradicionales —se han extinguido— y las fuentes de contaminación acústica son numerosas (escenarios públicos sin aislamiento acústico —Coliseo Mayor de Ibagué La Fe de Dios y Néctar Arena Centro de Eventos—, motos estruendosas, chivas estridentes, bares y discotecas en áreas residenciales, restaurantes y tiendas que ponen música a volumen muy elevado —dizque para atraer clientes—, personas que en los autobuses y salas de espera ponen muy alto el volumen de los vídeos que ven en redes sociales, entre otros)?
Aquí reitero mi punto de vista: si la contaminación auditiva, odorífera —olfativa— y visual se pueden parar antes de que existan, ¿por qué los gobiernos municipales y las entidades encargadas del control y vigilancia ambiental son patrocinadores de la alteración nociva del ambiente, la cual provoca tantos problemas de salud en las personas afectadas? ¿No es esto una absurda incongruencia? ¿Acaso el Código Nacional de Policía y Convivencia, la Política Integral de Salud Ambiental y la Ley 2450 del 2025 están también en el cementerio de letras muertas?
Es imposible tapar el sol con un dedo, y en este caso —como en tantos otros y en la vida en general— aplica la sabiduría de la señora Gump, la mamá de Forrest Gump: «Tonto es el que hace tonterías». Es evidente que hay mucha falta de entendimiento y de humanidad.
En diferentes lugares de la ciudad, hay personas a las que se les están vulnerando sus derechos fundamentales a la salud y a la vida misma porque la exposición constante y extendida en el tiempo a fuentes de contaminación auditiva, olfativa y visual genera —sí o sí— un notable deterioro en la salud que, en diferentes casos, puede llegar a ser irreversible.
Los habitantes del Conjunto Habitacional Coopdiasam saben esto de primera mano. Este conjunto limita por el norte con el Colegio Champagnat, por el occidente colinda con el barrio Villa Café y por el sur linda con dos lotes extensos, los cuales son los epicentros directos de contaminación auditiva, olfativa y visual. Cabe señalar que no se trata de lotes baldíos.
Sobre la avenida Pedro Tafur (50 metros adelante de la entrada a Villa Café) se pueden ver los letreros que muestran que en el primer lote operan cuatro negocios: Serviteca G5, lavadero de autos Container Wash, consignataria compraventa JJ Cars y un parqueadero 24 horas (solo una hilera de tejas en zinc —oxidadas— cubren una ínfima parte de tan extenso terreno).
«¡Ah! Y algunas noches, pa’ colmo de males, los dueños transforman el lugar en una cantina itinerante. Traen amigotes y ya sea en ese container naranja o bajo unas tejas de zinc en la parte delantera, que cubren unas bancas de madera y un juego de bolirana, ponen música a todo volumen, beben alcohol, gritan, chiflan, dicen groserías… ¿Y qué me dice de ese ruido que parece un estallido de una mecha cuando lanzan esos balines de ese bolirana y pegan contra alguna teja de esa caseta o una lata por ahí? ¡Es espantoso todo ese ruido, de día con todas esas máquinas, alarmas de los carros, la sierra de ese taller y varias noches con ese alboroto! Dígame usted, ¿cuándo se tiene paz? Y uno llama al cuadrante y cuando contestan, no vienen. ¡No le paran bolas a uno! Vea no más el caso de una vecina. Ella me contó que hace unos días llamó dos veces al cuadrante y que, las dos veces, el policía que contestó no la dejó terminar de hablar y le colgó. ¡¿Qué tal, ah?!», dice una mujer cuadragenaria mientras le sirve jugo a sus hijos.
Los empleados del lava-autos Container Wash comienzan a trabajar todos los días, a las 7:00 de la mañana —muchas veces, antes— y suelen terminar a las 7:00 de la noche.
«Uno quiere vivir tranquilo en su casa, poder comenzar el día de una forma pacífica, poder comer tranquilo, ver un programa de televisión sin tener que subir tanto el volumen. Uno quiere respirar aire puro y no ese aire contaminado con ACPM. Le dan ganas de vomitar a uno. Hay noches en las que ese hedor todavía está y le toca a uno seguir con las ventanas cerradas. Es como vivir preso en la propia casa, porque no se pueden abrir las ventanas ni la puerta del balcón: se mete ese olor tan horrible y dañino, además de ese ruido bestial. Y uno de los empleados, que por su acento parece venezolano, grita por todo. Y como también hay un parqueadero ahí, pues eso llegan carros, buses, chivas, lo que sea, a cualquier hora (…) ¡Es desesperante esta situación!».
Y, en el lote contiguo a este foco de contaminación —también sobre la avenida Pedro Tafur—, aunque el aviso es más pequeño, hecho a mano con tinta roja y cuelga de la reja, se puede leer: El Mencho. Allí hay un taller de mecánica. Cabe señalar que en ninguno de estos dos lotes hay paredes ni techo; en su lugar, se ven tejas de zinc y retazos de polisombra negra, además de guaduas que sostienen las tejas de zinc, revestidas de óxido. Los residentes señalan que en ese taller no hay una hora fija para comenzar a trabajar y mucho menos para terminar. Refieren que hay días en los que el ruido en el taller comienza poco después de las 6:00 de la mañana.
Con una marcada expresión de frustración en su rostro, un hombre sexagenario jubilado expresa:
«El ruido de esa sierra —o sea cual sea el aparato que usen en ese taller— es insoportable. No vale cerrar las ventanas ni el balcón. Ese lavadero de carros con todo ese ruido y la gente de ahí que grita. Y qué me dice cuando además les da por poner música todo el día o en las noches. Y ni hablar de ese taller de mecánica. Mejor dicho: ¡tras cotudo con paperas! Con esa sierra haga de cuenta como si usted tuviera una fresa, de esas que usan los odontólogos, todo el día haciéndole ruido en la oreja. A veces son las ocho, nueve o diez de la noche, y todavía están ahí, dele que dele. ¡Y qué peligro cuando queman cosas ahí! Ese olor es como el de una llanta quemada. Y en ese lavadero de carros tienen una máquina que hace un ruido idéntico al de una olla a presión, pero, eso sí, es como si fueran unas 20 ollas de esas sonando al mismo tiempo».
Los residentes del Conjunto Habitacional Coopdiasam son víctimas de esta penosa situación de contaminación auditiva, olfativa y visual desde hace alrededor de cinco años, y la sufren de domingo a domingo.
Si dentro de los objetivos principales de las autoridades municipales está promover el bienestar general —que incluye salud física y mental— de la población, ¿el hecho de que esta problemática de contaminación persista en el tiempo significa, entonces, que los residentes de esta comunidad —Conjunto Habitacional Coopdiasam— no son considerados parte de la población de Ibagué?
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