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Abrir WhatsApp“Mamá, ¿qué pasa cuando un líder muere?”. No tengo muy claro cómo explicarle a un niño de corta edad lo que sucede en el país. La respuesta más honesta, pero al mismo tiempo más dolorosa que tendré que dar será: “No pasa nada. Nada pasa”.
Pienso, en ese instante, en los hijos del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Me pregunto: ¿cómo se lo explicarán a ellos? ¿Les contarán lo ocurrido de la misma manera en que le explicaron a su padre, cuando, siendo niño, asesinaron a su madre? ¡Qué desgracia! La tragedia, en la vida, suele ser circular.
Seguramente, lo que pasará al principio es que se presentará un estallido de indignación, algo de rabia, una pizca de resignación y, en ocasiones, un instante de gratitud por el legado del líder. Pero la historia en Colombia ha demostrado que casi ningún crimen contra una figura política con vocación de servicio termina en justicia. Y si llega a hacerlo, es tarde… demasiado tarde; generalmente, cuando las víctimas ya han envejecido, han perdonado por cansancio o han aprendido a convivir con el vacío. También hay quienes solo tienen como recurso el olvido para poder sobrevivir; no los juzgo.
La muerte de un líder no es solo la pérdida de la persona en el plano material y político, es también un golpe contra el tejido moral y social de un país. Claudia Tarazona, esposa de Miguel, lo dijo muy bien, aun en medio del dolor: “Romper a una familia es uno de los actos más crueles que se pueden cometer”. Arrebatar a un padre o una madre en la etapa de formación de sus hijos es arrancarles la brújula emocional y, a la vez, privar a la sociedad de un ciudadano que aspiraba a hacerla mejor. Sin duda, no hay reparación posible para un dolor así.
De otro lado, el asesinato de un líder no es solo la evidencia de una violencia política que nunca cesa; es también un mensaje sombrío para quienes alguna vez pensaron en servir desde el liderazgo. ¿Quién, en su sano juicio, querría intentar transformar un país donde la recompensa a la vocación pública puede ser la muerte? ¿Qué padre o madre estaría dispuesto a arriesgar su vida —y con ella el futuro de sus hijos— solo por el acto de ejercer liderazgo?
De manera que los buenos, los que aman la vida propia y la ajena, suelen apartarse de la idea de liderar o gobernar. Es sencillo: los buenos nunca llegarán al poder, porque los buenos suelen temer a la muerte.
El poder, entonces, queda abierto para los que no le temen a la muerte, no porque sean valientes, sino porque han perdido todo: principios, humanidad, la capacidad de asombro, la empatía, el amor al otro. Los violentos se acostumbran tanto a la inmundicia de lo más bajo de la condición humana que la muerte ya no les asusta, porque están muertos en vida, mutilados de principios y valores que hacen una vida buena, tan desmaterializados de la relación humana que, por supuesto, la muerte puede incluso ser advertida como una salida oportuna para la desgracia que supone hacer un juicio de valor auténtico.
Nadie debería matar al padre de un niño que no ha disfrutado las mieles de la felicidad que supone amar a quien seguramente quiere parecerse. Ningún adolescente ni niño debería usar un arma para acabar la vida de otro. Ningún país debería deleitarse en los discursos de odio sobre un partido o movimiento político para deslegitimar a quien muere o aprovecharse, en su favor, de esa muerte. Ningún ser humano merece el despojo de su vida por defender una idea que le hace diferente. Sin embargo, en Colombia, demasiadas veces se permite.
Honrar la memoria de un líder asesinado no es solo recordarlo; es impedir que su muerte se repita en otros. Es exigir a las instituciones que actúen con celeridad, que no exista impunidad, que no se permita que el miedo sea la política de Estado. Es romper el silencio y recordar que la dignidad de las ideas tampoco se negocia. No basta la idea de no matar: hay que educar en el buen vivir y en la idea de que servir vale la pena.
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Inés Pinzón
