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Ibagué cerrará el año con un dato tan doloroso como alarmante: más de 65 personas han perdido la vida en siniestros viales. Sesenta y cinco historias truncadas, sesenta y cinco familias devastadas, sesenta y cinco razones para asumir, de una vez por todas, que la movilidad dejó de ser un asunto de trancones o molestias ciudadanas. Hoy, es una emergencia de salud pública que crece a plena vista y frente a la cual la respuesta institucional sigue siendo insuficiente.
Las cifras no necesitan interpretación. El propio funcionario encargado reconoció que las vías más mortales de la ciudad son la avenida hacia el aeropuerto Perales, la avenida Mirolindo y el sector de Chucuní, corredor que conecta con el municipio de Alvarado.
Tres zonas que se han convertido en escenarios recurrentes de tragedias y que exponen lo peor de nuestro sistema vial: exceso de velocidad, falta de controles, señalización precaria y una convivencia rota entre los actores de la movilidad.
Pero el problema no se limita a puntos críticos. La accidentalidad en Ibagué es la expresión de un sistema colapsado y de una ciudad que perdió la capacidad de cuidar a quienes la habitan.
Las motocicletas, convertidas en el vehículo predominante en la ciudad, protagonizan buena parte de los siniestros. No porque los motociclistas sean el enemigo público, sino porque el modelo de movilidad vigente empuja a miles de ciudadanos —trabajadores, estudiantes, padres de familia— a desplazarse en condiciones inseguras, sin la suficiente pedagogía vial y bajo el imperio de la supervivencia cotidiana.
El próximo año, la administración municipal deberá enfrentar este desafío sin evasivas. Sí, es urgente mejorar los tiempos de recorrido y ordenar el tráfico. Pero también es vital reconocer que ninguna intervención tendrá impacto mientras las vías sigan siendo escenarios de imprudencia, informalidad y ausencia de autoridad. Las campañas de prevención no pueden seguir reducidas a mensajes de ocasión después de cada tragedia; deben ser políticas públicas sostenidas, evaluables y con responsables claros.
Ibagué no necesita más diagnósticos. Necesita liderazgo. Necesita autoridad. Y necesita, con igual fuerza, la participación activa de los motociclistas, sus familias y los colectivos moteros, que deben ser aliados estratégicos en la construcción de una cultura de autocuidado y convivencia. El cambio no se logrará señalando culpables, sino entendiendo que la responsabilidad es compartida.
Hablar de movilidad en Ibagué es hablar de dignidad, de salud pública y de protección a la vida. Es hablar de un derecho fundamental: el de transitar sin sentir que cada trayecto es una ruleta rusa. Los más de 65 muertos de este año no pueden convertirse en una cifra más. Son un llamado urgente a actuar con sensatez, evidencia y voluntad política.
La administración tiene la obligación de corregir el rumbo antes de que la estadística siga creciendo. La ciudadanía tiene el derecho de exigirlo. Y la ciudad, en su conjunto, debe decidir si continúa normalizando el caos o si da el salto hacia un modelo de movilidad que proteja la vida y no la ponga en riesgo.
De esa decisión dependerá, literalmente, el futuro de Ibagué.
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