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Los muertos que no te importan

Qué pena con ustedes contarles esto al inicio del puente. Pueda ser que no se les dañe. En todo caso, no dura más de 5 minutos.

Había una vez dos niños grandecitos, Maicol y Cristian, delgados, bonitos, buenos muchachos, con unas ganas impresionantes de salir de pobres, aunque nunca les faltara su plato de comida en la mesa. Vivían en un par de casitas, uno en la vereda Papayal y el otro en Mamaconde, las dos en el corregimiento La Lunita, en un municipio muuuuy lejos que se llama Balboa, en Nariño, que queda bien lejos.

En Caracol mostraron una entrevista de uno de sus amigos donde hablaba maravillas de Maicol como promesa de arquero de fútbol. Cómo no. Era altísimo para su edad, apenas 15, o sea un niño, aunque en muchas partes de Colombia a esa edad ya se es hombre, ya toca serlo, especialmente si vives en zona de guerra, como dijo el reportero, “operan diferentes grupos al margen de la ley”, el eufemismo para denominar a estas bandas de asesinos, que son como las de siempre, como las de antes y las de ahora. Todo igual.

El otro, Cristian, pintaba para defensa, dijo su amigo en el noticiero. No lo dudo. En esa región los futbolistas se dan silvestres pero este país pobre, que no entiende que si no cuidamos los niños estamos perdidos, qué se va a dar cuenta de que por allá -en esas zonas donde nadie va ni nadie conoce, ni a nadie le importan- también quieren un futuro.

El límite entre Cauca y Nariño es uno de los varios caminos claves para los traficantes de drogas porque les da acceso directo desde las plantaciones que controlan hasta el Océano Pacífico. Y de ahí al mundo entero. Ya ni siquiera esgrimen argumentos políticos, causas nobles o reivindicaciones sociales. No. Ya no. Eso es de frente. Una banda dedicada a exportar cocaína a como dé lugar, llevándose por delante lo que toque o a quien toque. Así sea un par de muchachos que a nadie le importa.

Excepto -claro está- a sus mamás, que se quedaron en las casas, sumidas en el desconsuelo absoluto, llorando su dolor y preguntándose una y otra vez que hicieron mal si sus niños eran trabajadores, obedientes, creyentes, cumplidores de su deber, como llevarle las tareas pendientes a la profesora el fin de semana. Habían decidido empezar el bachillerato porque estaban resueltos a salir adelante. Qué ilusos.

En fin. 

Cuando no estaba con lo de sus tareas del colegio, Maicol se dedicaba a cosechar limón o a hacer barequeo lavando algo de oro y así ayudaba a sus 3 hermanos y su mamá.

Cristian dejó 11 hermanos. Su mamá vive de vender en una plaza de mercado de Popayán lo que cultiva: zapayo, plátano, limón. Son 4 horas de viaje de ida y otras tantas de vuelta. “Acá no se vive, se sobrevive”, me lo dejaron bien clarito.

Los dos estudiaban en el Santa Lucía, de Leiva, en Nariño, porque aunque vivían en Balboa, Cauca, ese colegio les quedaba mucho más cerca de sus casas.

El sábado se fueron sobre la una de la tarde, cumplieron su deber escolar y de regreso, apenas saliendo del pueblito, un grupo de hombres armados y vestidos de civil, los interceptó.

Debieron quedar lívidos del susto, tanto que Maicol no pudo controlar su miedo y arrancó a correr, creyendo que escaparía de los asesinos. Pero uno de ellos le apuntó con su arma y le disparó por la espalda. El niño quedó tirado en la vía.

A Cristian lo atraparon antes de que intentara huir pero también lo ejecutaron. Eran casi las 4 y nadie vio nada. Ni la Policía se dio cuenta. Nadie sabe quién fue pero todos saben que estos asesinos de niños se hacen llamar Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

Por eso, quienes los conocieron tenían que protestar así no los oigan. Tenían que contarle al mundo entero que Maicol y Cristian eran dos niñitos de su casa, juiciosos, buenos estudiantes, y el lunes, antes de enterrarlos en el cementerio, decidieron llevar los féretros por los 8 kilómetros de carretera destapada que hay hasta la vía a Balboa, y de ahí 10 más hasta la principal, la Panamericana, una carretera con más nombre que vía, que une a Popayán con Pasto.

Y atravesaron los cajones sobre el asfalto en un plantón de 3 horas a ver si alguien les ponía atención, porque por allá -para hacerse escuchar- no se grita ni se vocifera ni se pone un tuiter ni se contrata una bodega de insultadores para que posicionen una etiqueta. No. Allá, para hacerse escuchar, toca trancar la vía a ver si -de pronto- algún gobernador o alguien de Bogotá les pone cuidado.

Claro que, muchas veces, ni así. Porque, miren Ustedes, el Gobierno no dijo nada. Por ahí ha habido un par de llamadas de un gobernador para saber cómo están y que se había designado un grupo especial de investigación. Pero debe ser el grupo de investigación más sigiloso del mundo entero porque hasta anoche, nadie había ido por allá.

Usted, que lee esto, ¿no tiene un hijo de 15? ¿O de 14? ¿El hijo de un amigo? ¿Un sobrino? ¿Alguien conocido? ¿No cree que todavía son niños? ¿No es una verdadera tragedia que los sigan matando sin que ni siquiera ellos estén en guerra? ¿No deberíamos hacer algo más que quejarnos? ¿No está cansado de leer siempre la misma historia con nombre diferente? ¿No nos volvimos insensibles? ¿No lo invade una absoluta tristeza cuando -por unos instantes- los imagina felices porque entregaron la tarea a la profe y van de vuelta a casa subiendo una loma en una motico prestada?

Qué desazón. Igual, nada va a cambiar. No hubo tuiter presidencial. Ni campaña en redes sociales. Ni #YoSoyMaicolStiven ni nada de eso. Fueron dos niños más. Dos muertos que no te importan.

 

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