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John Herrera, el ibaguereño que prepara muertos para costear su carrera de derecho

Investigación
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Es un empleo diferente. Su computador es un mesón. El mouse un bisturí. Y la muerte ocupa su agenda diaria. John Herrera Díaz, es ibaguereño, tiene 40 años, y ha convivido por cerca de seis años entre cadáveres. El desempleo lo llevó a aprender un oficio reservado para pocos -y muy pocos-, para quienes tienen la valentía de encontrarse cara a cara, y asolas, con difuntos.

Cada cadáver que prepara permite que reúna el dinero necesario para sostenerse y para pagar su semestre de derecho en la Universidad del Tolima. Le falta un año para terminar la carrera, y espera abandonar la tanatología para dedicarse a otra área de la muerte: reclamaciones de seguros de vida, de indemnizaciones, de auxilios funerarios, y sucesiones o herencias.

Trabaja en la funeraria La Verde Esperanza y en los últimos dos meses decidió tomar solo los turnos de fines del semana para dedicarse de lleno al estudio. "El semestre pasado lo perdí, entonces toca ajuiciarse con el tema. Me queda este y el otro semestre para terminar", dice.

Vive con sus padres en el barrio Clarita Botero y le gusta la música rock. Cuando puede, le agrada caminar por los senderos veredales y perderse en la naturaleza. Tiene esposa y una hija de un año, pero ambas se encuentran lejos de él.

En 2009, decide aprender el arte de la tanatología de manera empírica, por instrucción de Jairo Puentes. Iba en las mañanas al cementerio San Bonifacio de Ibagué (donde se halla la morgue municipal), para observar el cómo se debía preparar un difunto. Esta actividad la tomó como último recurso para subsistir, ya que John había trabajado en el área de seguros funerarios y por asuntos personales decidió retirarse quedando ante un panorama difícil: el no haber estudiado ni aprendido algo diferente al ámbito funerario.

El tema de la muerte era el que él conocía, aunque nunca había tocado o visto un muerto. Se encargaba de los cobros, de los seguros y la supervisión de los procesos, pero “siempre se aguantó las ganas” de mirar a un occiso. En dos meses aprendió las técnicas básicas; los cortes y suturas necesarias para la inyección de sustancias como el formol, el conservante por excelencia. El oficio de la tanatología no es muy competido. Pocos se le miden y es medianamente rentable. Incluso, pueden negociarse los horarios y los pagos pues no son muchos quienes lo practican.

En una oportunidad, tomó un curso de un mes ofertado por Medicina Legal y la Secretaria de Salud Departamental para formalizar su labor, y aunque es consciente del prejuicio social que la rodea, siempre la ha tomado con seriedad y madurez. “Desde el momento en que decidí incursionar en este medio, para mí fue un trabajo simplemente, y mi herramienta de trabajo era el cadáver; mi razón de ser, la muerte…como para el abogado su razón de ser es el delito o el incumplimiento a la norma”.

El contacto con su primer muerto

La simpatía y buen humor de John Herrera hacen que el asunto de la preparación de muertos resulte natural, sin misterio alguno. Según cuenta, cada procedimiento tanatopráctico es diferente; depende de la causa de muerte y las condiciones en que llegue el cadáver, por lo que en un día puede llegar a arreglar de cuatro a cinco muertos.

Su primer difunto para preparar fue un hombre de entre 45 y 50 años abaleado. John debió hallar las arterias para inyectar cada extremidad y lograr que los químicos circularan por todo el cuerpo. “Para mí fue traumática esa situación…eso es fatal”.

En su caso, el impacto fue físico y psicológico. Era la primera vez que le hacía un corte a la piel de un cuerpo humano, y en ese instante lo golpeó también la idea de practicar un oficio que nunca imaginó para él. Pese a ello, no pensó en reversar su decisión pues señala que “el trabajo es para hacerlo, y si uno se metió en el cuento, hay que asumirlo”. Su familia se escandalizó, su esposa lo criticó y la mujer que le cortaba el cabello dejó de hacerlo por aducir que John “podía llegar untado de muerto”.

La tanatología se caracteriza por imprimir la parte estética a un difunto, prolongando el buen aspecto por unas 36 o 48 horas, aunque John no ha querido aprender el maquillaje, la etapa más sensible del proceso. “No lo hago para que no me quede gustando el cuento”, pues siempre ha tenido claro que ser tanatólogo es sólo el medio para alcanzar una mejor condición social y económica. Afirma que en este trabajo nunca se podrá tener un ascenso; no se llegará a ser contador o jefe de personal de la empresa, lo que para él representa quedarse estancado.

“Los casos más traumáticos para mí, son los de los niños”

Aunque John ha tenido que arreglar cuerpos de militares y víctimas del conflicto armado, lo que más le ha impactado son los niños. A partir de su rol de padre, le afecta bastante tener que practicar procedimientos a menores. “Yo pienso: bueno y cuándo yo tenga mis hijos, que lleguen a los seis meses y se me mueran…que lleguen a los cuatro años y se me mueran…”. Es más, John ha establecido como regla el no arreglar los cuerpos de su familia. Incluso, en el caso de la muerte de sus padres, afirma que sólo estará presente en la misa. Siente que la cobardía lo invade pues considera que “el sentimiento de dolor por la pérdida llega es cuando usted está en el cementerio…ahí es donde usted realmente siente que se quedó solo”.

En alguna ocasión, se encontró con una persona cercana que conoció en su infancia. Estaba en la funeraria cuando vio a los parientes de un vecino, y justo fue ese el cuerpo que le correspondió arreglar. Sólo esa vez lo azotó el miedo, porque con el primer corte sintió la sensación de que “lo estaba hiriendo”.

La mayoría de las personas le dice a John que su trabajo lo ha vuelto algo inhumano. Para él, es la simple naturalidad con que se empieza a tomar el evento de la muerte.

John nunca ha sentido que el alma de un muerto lo persiga. Siempre acude al sentido común para explicar cualquier aparente susto. La muerte no es un pensamiento recurrente, pese a que ha convivido con ella por seis años. Sólo le ronda la mente cuando viaja en su moto a visitar a su esposa y a su hija, de paseo, o por motivos laborales, y se ve envuelto en una imprudencia en la vía.

Antes, evitaba hablar de la muerte con su familia, porque es habitual que cause miedo pensar en morirse y más, pensar en que muera alguien de la familia. Hoy, John lo concibe como un proceso normal, de renovación natural, porque “todo tiene un comienzo y un final…simplemente…como el árbol que bota sus semillas y muere, y sale uno nuevo”.

La muerte como refugio

Cuando John tiene problemas o se hunde en estados depresivos, suele ir a la funeraria. Además de su sitio de trabajo, representa para él un espacio neutral por la soledad y el silencio que encierra. Allí puede “estar en paz”, pues nadie le pregunta nada. Una paz que también siente en el cementerio pues para él “no es un ambiente macabro sino el sitio donde usted encuentra descanso…es un alto en el camino para los que estamos vivos…me siento por allá a ordenar mis ideas”.

John nunca ha tocado un muerto sin guantes, pero sí conoce compañeros que lo han hecho, y que no cuentan con un ritual de higiene que él si adopta. Una vez realiza el arreglo de los cuerpos, John espera unos minutos para liberarse del calor, luego se ducha y se arregla con sus propios implementos de aseo (jabón, toalla y shampoo), y sale a la calle con otro aire. Para él, es una manera de liberarse de las energías de las personas fallecidas y de la contaminación física que genera la descomposición.

En particular, se declara católico, y cree que después de la muerte no hay vida sino una migración espiritual hacia una dimensión celestial.

Hacia el ejercicio del Derecho

Hoy, John trabaja los domingos, y un par de días entre semana en horas de la noche, por sus deberes académicos. Lo hace “al destajo”, es decir, recibe  $22.000 por muerto que arregla.

En la funeraria de su hermano: Máxima de Colombia, realiza contratos laborales y revisa negociaciones con fábricas de cofres, por ejemplo, ejerciendo como abogado. Se decidió por este campo al no haber logrado pasar a Medicina por el puntaje del ICFES, y al haber tenido una novia abogada. Habría querido especializarse en el área forense, pero ahora se proyecta como un profesional que se dedicará al asunto de las reclamaciones de seguros de vida, de indemnizaciones, de auxilios funerarios, y sucesiones o herencias. No le interesa el derecho penal sino lo tributario, por representar una mayor rentabilidad para él.

John ve la vida de color violeta debido a las dificultades que actualmente lo rodean: inconvenientes para culminar sus estudios, la residencia de su esposa y de su hija en otra ciudad, y las premuras económicas. Aunque está a la espera de otro empleo y deje de tomar la tanatología como actividad regular, asegura que no se alejará del ambiente funerario del todo: “Yo pienso, y le digo a mi esposa y mis papás, en ir esporádicamente a recoger un muerto, como para no olvidar ese pasado...como por un sentimiento de agradecimiento a esa actividad y a la empresa”.

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