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El nido que desapareció

Desde la ventana del bus camino a casa puedo ver el ahora. Pasa por mis ojos en segundos y caen al suelo en un suspiro. Como pequeñas esquirlas de una botella olvidada recogen los pedazos de años de historia. Como balas atraviesa el sol las calles sin escudo. No puedo saber cómo el día va a terminar o cómo el futuro va a ir. Sólo puedo estar segura del instante en el que estoy ahora, y ahora faltan cinco centenarios que cobijen la ciudad de Ibagué. 

La emergencia surge en los medios después de la muerte de Andrés Góngora por la caída de un árbol. Acontecimiento fatal que erosiona una serie de situaciones que al momento no se han esclarecido formalmente.

Sin embargo, no se puede negar lo que está frente a nosotros. Lajas de un tronco que para muchos es más que eso. 

Alrededor del imaginario de lo que es, o fue un árbol, está Ligia Salgar, vecina del recuerdo del Centenario. Con indignación se acerca a los curiosos que extrañan la sombra de aquel corredor. Entre muchas palabras, entiendo que la han despojado de una parte de su identidad como ciudadana. Con una mirada que hiela, me mira a los ojos y dice: «Usted antes de ser profesional debe ser humana». Directa y sin titubear. 

Me ha responsabilizado también del arboricidio, como se lee en los carteles de protesta que la lluvia ha diluido y que están ubicados entre la carrera Cuarta y Quinta sobre la calle diez.

Entiendo su frustración y el señalamiento, que no hizo por haber sido yo quien diera la orden o haya cortado los árboles o siquiera estado de acuerdo con lo sucedido. Me lo ha dicho como una cachetada al ego del ciudadano que no entiende el valor de lo que tiene y le apuesta todo a lo efímero. 

Entonces, en una sala con no más de 20 asistentes se reúnen aquellos a los que tal vez les ha sacudido el llamado. Profesionales que entienden de estructuras y leyes, la ‘mamertada’ de Ibagué, como dijo uno de ellos. Artistas, deportistas, profesores y, vecinos, amigos y «hermanos de los árboles» (así, con el título decoroso).

Entre las primeras palabras hay un: «esperaba que fuéramos más». 

Nando, uno de ellos, toma la palabra e inicia diciendo la importancia que tiene entender a la ciudad como un elemento vivo. Las dinámicas y el funcionamiento de un espacio van más allá de lo que se observa. Visualmente podemos contar lo que nos falta, pero en esencia se hace casi imposible cuantificar las ausencias

Al entendimiento de alguien no profesional en el área y ajeno a lo que ha sucedido, las cartas sobre la mesa. La tala de los árboles no es consecuencia de la muerte. Es parte de un proyecto llamado Operación Centenario, que no se detiene en la tala de cinco árboles. Detrás de esto hay una suposición de privatización del espacio público. Lo que trae como consecuencia la extensión comercial del Parque Centenario. 

Ahora, como en una clase de ciencias, veamos al árbol como un ecosistema. Es decir, hogar de muchas especies, que en su ausencia deben migrar o desaparecer, lo que desata consecuencias ambientales.

Pero, de pronto vemos eso muy ajeno a nosotros, o ni lo vemos (aunque esté más cerca de lo que creemos), vamos a lo que no se puede negar. Desde las 4:00 de la mañana José David Escobar, un hombre de la tercera edad, autodenominado viejo, hace uso de aquel corredor. No es el único, pues más de 100 personas (por no exagerar la cifra) salen a caminar. 

Más tarde en la mañana y luego en la tarde, se reúne un compendio de artistas y deportistas que al carecer de escenarios públicos para desarrollar sus actividades, se ubica allí.

En eso hago hincapié, pues entender que espacios como las piscinas olímpicas (que aún no están acabadas) son públicos, pero no de uso público, es necesario. Es decir, hay que pertenecer a un club o gestionar un papeleo para que alguien decida si se puede hacer uso de los mismos, de lo contrario no es posible. Notación que el parque no tiene, aunque claro, de vez en cuando la policía desaloja a las personas alegando quejas por el volumen de la música. 

Entonces, en una operación simple si restamos espacio a nuestra ciudad, obtenemos como resultado una reducción y por ende una migración o, en el peor de los casos, desaparición de poblaciones que habitan el espacio. Esas poblaciones tarde o temprano, seremos nosotros mismos.

Por eso esperaba que fuéramos más. No es algo de leyes y de escrituras, no es de propiedades o medidas, no necesita figurar en el papeleo del espacio, le debemos respeto, al lugar y a quienes lo conforman, tal y como esperamos que suceda con nosotros. Es algo así como los abuelos que viven en nuestras casas, son parte de, pertenecen y es su lugar, aunque no figuren en los papeles. 

No es algo universal claro, hay seres que no merecen ni deben pertenecer, por sus formas inhumanas de actuar y ser. Son cuestiones de moral, ética y respeto. Pero esas tres no priman en nuestro entorno sobre las leyes o mandatos de los gobernantes. Suena confuso, ¿no? Es que no debería existir una división entre ambos. 

Por eso la reunión. Para escucharnos y hacer algo. Proteger el ahora y los demás árboles que hacen fila para el matadero.

La investigación seguramente desemboca en las raíces podridas de la politiquería y el beneficio propio sobre el común. No va a parar en el ahorcamiento de un árbol entre el cemento, la tala de cinco centenarios, la muerte de un ciudadano o la espera diaria de un pájaro por encontrar el nido que desapareció. Espero que la voz de las 20 personas de esa reunión sea más fuerte que el monstruo que nos acecha.

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