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No puedo creer que el 60% de los estudiantes de colegios públicos sigan sin presencialidad. Es un hecho que nos va a costar como Nación, pero que sobre todo le va a costar a esos niños. The Economist mostró una gráfica desalentadora donde los días sin presencialidad se movían simétricamente con los malos resultados en las pruebas PISA. A menos días de clase, peores resultados.

Obviamente Colombia estuvo entre los peores. Es inadmisible que, a través de tutelas y artilugios, FECODE haya logrado que los niños no vuelvan a clases. Algunos comparan las clases con otras actividades laborales, incluso con el Congreso.

La virtualidad es excelente cuando no afecta derechos y cuando no tiene efectos nocivos. Pero ante la evidencia de sendas investigaciones sobre el retraso en el conocimiento, en los impactos emocionales, los índices de depresión, violencia intrafamiliar… entre muchos otros efectos, es claro que los niños deben estar en el colegio.

Otro grupo de argumentos sostiene que es un riesgo para los profesores y los niños. Los profesores fueron priorizados en las vacunas. Es probable que contraigan el COVID, pero con la vacuna es muy poco probable que tengan efectos graves.  Profesores con comorbilidades podrían estar exentos. Es inadmisible que tengamos que esperar a la reconstrucción de todos los colegios para que pueda volver a haber clases. El gobierno creó un fondo para atender las necesidades y que difícil ha sido que las entidades territoriales lo utilicen.

Los niños, sin vacunar aún, tienen también muy poco riesgo. Podrán enfermarse, pero los efectos adversos son menores. He insistido en la necesidad de dotar de autonomía a los padres. Los padres del sistema público deberían poder optar por colegios privados.

El bono escolar es necesario hoy más que nunca. Si no podemos ni siquiera lograr que los niños vayan a clase, que esperar frente a las reformas estructurales que hagan más pertinente la educación, que supere la inequidad imperante y que nos brinde calidad que haga posible el sueño de la movilidad social.

Estas circunstancias solo muestran lo poco que como sociedad nos importa la educación. La idea de la educación como mecanismo de creación de identidad regional y como herramienta para el desarrollo regional, que sugiere el doctor Eduardo Aldana tiene que avanzar.

Es necesario el rescate de los valores y costumbres, y que se encadenen los procesos productivos para que la educación permita empleabilidad y desarrollo. Al mismo tiempo, Colombia tiene que lograr alinear la formación del capital humano con su aparato productivo, las líneas de investigación y la política pública para crear sectores de talla mundial que compitan en el mundo.

La cuestión sobre la pertinencia de la educación, hay que preguntarnos también sobre lo que significará la revolución de la automatización y la inteligencia artificial. Millones de trabajos serán reemplazados muy pronto por máquinas que simularán muy bien un ser humano. La potencia de la creatividad, la programación de computadores y la robótica son asuntos que deberían estar en todas las aulas de manera inmediata.

La educación es fundamental para cambiar a Colombia, y para hacerlo hay que transformarla. El diagnóstico está hecho de tiempo atrás, sin embargo, no hemos tenido decisión de hacerlo. El tiempo pasa sin que la promesa de la inclusión social y la igualdad de oportunidades se realice. Ojalá en este debate presidencial la educación sea un tema central; no de discurso,
sino de acciones concretas.

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