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Contra el virus y el hambre: Olinda creó su forma de proteger su chaza de dulces

Detrás el Éxito una mujer de 68 años adecuó una zona de seguridad para poder trabajar y sostenerse. Su vida es un ejemplo de fortaleza.
Historias
Autor: Laura Cristina Cardona
Autor:
Laura Cristina Cardona
Foto: EL OLFATO

Olinda creó su propio protocolo de distanciamiento. Son cuatro palos de madera sobre cubos con cemento y una cinta amarilla que rodea los pilares; ese es su cordón de seguridad. Ella está en el centro con su puesto de dulces, donde lleva 15 años trabajando.

Para visitarla es necesario ir a la parte trasera del Éxito y cruzar la calle. Ella está en una acera cerca de un conjunto residencial desde las 2:00 de la tarde. Cerca de ella se parquean taxistas y domiciliaros que le compran cigarrillos, confites o minutos a celular.

Si le preguntan cómo se le ocurrió esta curiosa forma de protegerse responderá que por necesidad. Quería trabajar. “Soy una persona de edad, yo trabajo para sobrevivir. Al principio de la cuarentena personas que me conocen de donde trabajo me colaboraron con mercados o plata y yo tenía unos ahorros”, cuenta.

Pero los ahorros se acabaron. Cuando vio mayor flexibilidad en las normas, decidió salir de su casa y organizar su puesto de trabajo. Temía que la Policía le impidiera trabajar, así que empezó a preguntar a las personas de locales cercanos.

“Fui para el Éxito y hablé con varias vendedoras, yo les preguntaba que cómo iba a acomodar esa cinta yo en mi puesto, ellas me dijeron que la pegara a los apartamentos. Yo no quise porque dañaba el paso de las personas”, recuerda Olinda.

Lo que hizo fue buscar cemento, unas cubetas y cuatro palos. El resto fue fácil: mantener su tapabocas, limpiar el celular de los minutos con desinfectante y usar una pina plástica para entregar los cigarrillos y dulces. Olinda pudo salir a trabajar.

Problemas

Pero ofrecer no significa vender, ha tenido días duros donde solo se hace $3.000, apenas lo suficiente para coger el bus hacia su casa. Incluso, cuando volvió a trabajar hace dos meses, tuvo problemas para alcanzar el transporte debido al toque de queda.

Al terminar la jornada Olinda hace el camino a casa con dos maletas, una para los dulces, otra para los cigarrillos. Hoy, por el COVID-19, ella cierra a las 6:30 de la tarde. Los primeros días de la pandemia no fue así; en una ocasión estuvo hasta las 8:00 de la noche en su puesto.

“Yo me asusté mucho porque no tenía dinero para coger un taxi, fui hasta Multicentro donde una amiga para que me prestara dinero, ella me dio $7.000, a ver si con eso un taxi me llevaba”, relata.

Ese día tuvo suerte, volvió sobre sus pasos y buscó el camino a Arallanes donde pasó un bus con 14 personas. Solo podían subir 15. Otra señora estaba esperando el mismo bus pero al verla cansada y con sus maletas decidió cederle el turno.

No siempre tuvo suerte. Olinda recuerda que al principio del toque de queda era necesario esperar varias horas antes que un bus tuviera el cupo para ella, el mismo que se demora 25 minutos en llevarla a casa.

Fortaleza

Doña Olinda, como la conocen en su puesto de trabajo, tiene 68 años. “Y todavía tengo muchos ánimos de trabajar”, afirma. Es una mujer tranquila, de voz serena y una actitud de humildad que se percibe fácilmente.

Las mañanas las dedica a su hogar. Tiene un hijo que hoy es taxista y cuatro nietos que la visitan cada mañana. A veces estudian en la casa de ella.

En su voz también se escucha un tono de nostalgia por su difícil situación, esa dificultad económica que afectó a Colombia en la pandemia y que, en el caso de Olinda, la ha afectado desde su infancia.

Nació en Chaparral, Tolima. Cuando cumplió 1 año perdió a su mamá y a los 3 años al resto de su familia. Una familia de Ibagué la recogió y desde los 4 años tuvo que trabajar para ganarse su sustento.

“Yo desde los 4 años empecé a trabajar, ese año lavaba platos. Me tocó muy duro con ellos, me pegaba, una vez el papá de la familia me rajó la cabeza”, cuenta la historia con tristeza y por momentos exclama: “A mí me ha tocad muy duro en la vida”

Para poder estudiar tuvo que levantarse a las 4:00 de la mañana y acostarse a medianoche, para poder cumplir con sus deberes en esa finca y en su colegio. “A los 18 años me volé, yo vi que me maltrataban mucho y me fui. Una compañera me recibió, los papás de ella son como los míos”.

Después de escapar de sus custodios vivió un tiempo en Bogotá, a los pocos años volvió a Ibagué y desde entonces no se ha ido. Tuvo su hijo, el padre los abandonó cuando aún era un bebé. Trabajó para cuidar de su hijo, trabaja para sostenerse. Y hoy, después de toda su historia de dolor solo dice:

“Yo tengo muchos ánimos de trabajar, todos los días quiero hacerlo”.

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