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El animalismo y la cárcel

La opinión colombiana cree que el animalismo es progresista, pero en realidad puede llegar a ser muy conservador.

El animalismo intenta extender derechos que tienen hombres y mujeres a otras especies. Está basado en la capacidad de sentir dolor que compartimos con muchas de ellas y por eso busca eliminar formas de sufrimiento que sin duda son injustas. Es una hermosa manifestación de la empatía humana hacia otros seres vivientes.

Sin embargo, el tono que viene adoptando el debate animalista en Colombia es problemático. Es una comprensión artificial por parte de clases medias y altas urbanas de las cadenas alimenticias, los ecosistemas y la economía campesina, que distorsiona la política criminal y la ambiental.

Para empezar, defiende especies invasoras. Los hipopótamos de Pablo Escobar amenazan el equilibrio natural del Magdalena Medio, pero debido a los animalistas el Ministerio de Ambiente no se atrevió a hacer lo que recomiendan los expertos: sacrificarlos. Mantenerlos o enviarlos a África es muy costoso, dañan los ecosistemas colombianos y amenazan la vida de los campesinos de la zona. La plata que no hay para la conservación del mico tití o el manatí se gasta en hipopótamos. Allí, literalmente, el animalismo es un peligro.

Además, hace poco tiempo se aprobó una ley contra el maltrato animal que tiene algunos efectos positivos, pero también serios defectos. Gracias a esa norma, por ejemplo, las muertes de osos de anteojos se están judicializando como maltrato animal, porque el tema está de moda. Pero el problema no es ese: es el tráfico y la extinción de especies. Perseguirlo así es un incentivo para que las mafias se la jueguen en los tribunales por tratarlos “bien” y seguirlos traficando. Una guacamaya bien tratada como mascota en todo caso es un acto ilegal.

Pero lo más grave es la prisión por maltrato animal. Las cárceles colombianas no dan abasto y encierran a miles de ciudadanos en condiciones mucho peores que las de un perro callejero.

Los presos están enfermos, sin agua y mueren violentamente. Las cárceles rebosan de excrementos, criminalidad y epidemias. Debido a la corrupción, puede ser más caro vivir en la Modelo que en el Chicó. Junto con el conflicto armado, el problema penitenciario es una de las principales crisis de derechos humanos de Colombia. Por eso es necesario solucionar primero la tragedia carcelaria y luego hablar de nuevos tipos penales.

El Consejo de Política Criminal, un polo a tierra en esta sociedad fascinada con la cárcel, llamó al Congreso a proteger a los animales con herramientas distintas al derecho penal pues este, en pocas palabras, debe ser el último recurso de los Estados democráticos. Para estos expertos, no hay razones para usar una medida tan drástica. Siendo así, queda claro que la única motivación son los votos.

Algunos dirán que por el monto de las penas nadie irá preso. Pero un aumento de ellas en Colombia no se le niega a nadie. Así empiezan. Basta recordar la feria de referendos por prisión perpetua.

Académicos como María Carman se preguntan si las prioridades morales del animalismo significan una renuncia a la dignidad humana. Y si es una nueva forma de elitismo que afecta a clases populares que usan animales y no tienen recursos para defenderse en un proceso penal. Es muy fácil decirle a un campesino de Cacarica, desde un apartamento en Rosales o el Poblado, que no coma pollo sino soya (que por cierto, está devastando el Amazonas).

Los animales merecen un trato ético, pero el camino para ello es la educación y las sanciones no penales. Estas últimas han demostrado ser muy efectivas. Las multas a conductores ebrios son un buen ejemplo. Por ahí es la cosa.

Los legisladores y gobernantes se están dejando arrastrar por una nueva forma de populismo penal, que tanto daño ha hecho a la política criminal en Colombia. La galería llora por el sufrimiento animal pero ignora el que ocurre, invisible, tras los muros de las prisiones.

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