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¡Adiós pariente!

Ibagué
Autor: ElOlfato
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ElOlfato

Conocí a Rodrigo Silva Ramos como la mayoría de los colombianos, a través de la radio. En 1969, cuando se celebraba una de las mejores versiones de la Orquídea de Plata Phillips, Rodrigo y Álvaro Villalba se habían ganado el corazón de los oyentes de muchas regiones del país debido a la afinidad en sus voces, el acertado acople entre tiple y guitarra y un cancionero que mezclaba lo tradicional con nuevas composiciones, dentro de las cuales descollaban las melodías de Jorge Villamil.

Casi toda la audiencia los daba por seguros ganadores y, en consecuencia, los galardonados con la grabación de un elepé con la multinacional Phillips, uno de los sellos más famosos del mundo. Pero no fue así porque al final —después de que tras bambalinas les había dicho que nadie les quitaba el triunfo— la disquera decidió que los primeros eran Los Caracoles de Oro, de Barranquilla, y en segundo lugar, Los Brillantes, de Santander.

Silva y Villalba quedaron viendo el chispero del tercer puesto y con su tiple y su guitarra regresaron a Ibagué en donde unos pocos los recibieron como los auténticos campeones de ese gran evento radial producido por la emisora Nuevo Mundo, de Caracol, un programa que era lo más parecido a un 'reality show', naturalmente sin lágrimas postizas ni ridículos cachoneos.

Los Caracoles y Los Brillantes tuvieron efímera duración y si acaso grabaron uno o dos discos de los cuales nadie se acuerda. En cambio, los dos opitas empezaron poco a poco a sonar en pueblos del Tolima, pero sobre todo en Bogotá en donde se toparon con un renovado Jorge Villamil Cordovez que recién llegado de México les puso a su disposición auténticas obras de arte que Silva y Villalba convirtieron en éxitos monumentales: "El Barcino", "Oropel", "El caracolí", "Llano Grande", "Soñar contigo" y "Al Sur". ¡Nada más y nada menos que seis canciones clásicas del hijo del Cedral!

Gracias a ese Villamil decantado en su proceso compositivo y a Phillips, ellos se convirtieron en los consentidos de la disquera hasta el punto de que llegaron a ser los vendedores número uno en Latinoamérica junto a, nada más y nada menos, que Julio Iglesias. Estamos hablando de palabras mayores, de un monstruo como el español y de dos humildes hombres de provincia que entraron a formar parte del catálogo mundial de esa compañía holandesa.

Era tal la importancia de Silva y Villalba que la misma Phillips los escogió para que fueran los primeros colombianos en grabar su música en discos compactos, los modernísimos CD que a fínales de los años 80 enterraron sin honores a los legendarios elepés.

Por supuesto, Rodrigo, que no estudió música ni sabía escribir notación, descolló con nombre propio como autor, muy al estilo de Villamil, pero con una ligera influencia mexicana en la temática, una actitud artística entendible si se tiene en cuenta que el neivano empezó cantando rancheras de sus ídolos Miguel Aceves Mejía y Jorge Negrete.

Un repaso a su obra nos muestra un catálogo poderoso, muy a su manera de ser, pero, sobre todo, lo perfila como un auténtico genio de la composición. A las carreras, a palo seco y con los ojos enrojecidos por el dolor, comparto unas cuantas obras que considero memorables: "Viejo Tolima", "Tolima Grande", "Paredes viejas", "Amor marino", "Nuestro primer hijo", "Ya se murió mi viejo", "Fiestas en mi pueblo", "Adiós morena", "Puedes irte", "Añoranza campesina", "El desfile", "Reclamo a Dios", "El bucanero", "La matrona del pueblo", "Cuando yo me muera", "Llora guitarra mía", "Mi partida", "Recogiendo pasos", "Nuestro destino", "El remolino", "Gigante", "Puedes irte", entre otras.

Hombre del Gran Tolima

Rodrigo también era un ser sencillo, descomplicado, campechano y francote que tenía la gran virtud del humor, un humor que a veces era corrosivo, contundente, negro y, si se quiere, descarnado, como es usual en muchos opitas. Hablar con él ya fuera al aire en una entrevista radial o en persona era una auténtica delicia, así hubiera o no aguardiente a la mano.

Dos anécdotas lo pintan de frente. La primera, en un camerino del Teatro William Shakespeare, en Bogotá, transcurridos unos pocos días de una de las múltiples cirugías a que fue sometido, lo encontré tomando aguardiente minutos antes de salir al escenario, como si nunca hubiera estado a las puertas de la muerte. Sin darle trascendencia al asunto, después de engullirse un trago doble, me tomó de un hombro para decir con toda simpleza: “Pariente, uno con el chulo limpiándose el pico en el borde la cama, ¿para qué se preocupa con la muerte?"

Luego, en otro evento, también en un camerino, recordó toda la discografía del dueto y contó por qué había decidido con Álvaro sacar a la venta unos 30 cedés en un primoroso cajón de madera. Cuando le pregunté por el valor respondió que la colección valía 200 mil pesos, pero para mi sorpresa, complementó su respuesta diciendo que era un proyecto multipropósito. Ante mi sorpresa, volvió a reír contestando: “¡Multipropósito porque después de escuchar a Silva y Villalba, el cajoncito le sirve para que echen sus cenizas!”.

Era un gigante del Gran Tolima no solo por haber nacido en Neiva, criado en Garzón y formado artísticamente en Ibagué, sino también porque supo reflejar en sus obras el sentimiento de los hombres y mujeres de esas tierras. Sus valses, bambucos, pasillos y sanjuaneros hablan de la violencia política que sacudió a esa región desde los días de la Guerra de los Mil Días, pasando por la ferocidad conservadora-liberal de los años 40 y 50, hasta nuestros días de acuerdos y desacuerdos.

Si se quiere tener una referencia histórico-musical de aquellas épocas hay que escuchar con detenimiento su "Viejo Tolima", "Tolima Grande" y "Añoranza campesina", ese alegre sanjuanero en el que con tristeza —¡vaya contradicción que confirma aquello del humor negro de los opitas!— un labriego les dice a sus compatriotas: “Todos hacen la paz menos conmigo / será porque soy pobre o porque soy campesino”.

Silva Ramos era un romántico contumaz que gracias a su pinta de galán de película mexicana en blanco y negro rompió más de una docena de corazones femeninos. En su colección de cantos hay amores y desamores, conquistas y decepciones, saludos y despedidas, adioses interminables y lágrimas por doquier. Nada qué hacer pues estamos hablando de romance puro, de ese que ya no se estila en estos tiempos antipoéticos de las 'cuatro babys' y los 'amores contra la pared'.

"Hastío", "Mis tres amores", "Yo no sé amar", "Llora guitarra mía", "Corre quebrada", "Arreboles del olvido" y su antológico "Amor marino" (¡tremendo despecho!), son apenas una muestra de esa inmensa e inagotable vena amorosa que tenía aquel hombre que supo traducir sus propios desencantos en composiciones universales que hoy son patrimonio de los románticos del mundo.

Este gran artista que se metió en el alma nacional de varias generaciones a través del transistor, también le cantó a la familia, quizá porque desde niño —al perder a muy corta edad a su padre— fue abrazado por hermanos, tíos, primos y cuñados que lo consintieron y le 'chocholearon' todas sus obsesiones artísticas.

En su inventario se pueden encontrar obras como "Manila", remembranza de la hacienda en la que hoy funciona un balneario y que no es otra cosa distinta a un homenaje a su adoptiva tierra garzoneña. También está el canto a su madre, y de contera, a todas las mamás de Huila y Tolima: "La matrona del pueblo" ("Yo conocí en mi pueblo a la gran señora / qué bella ilusión / la matrona del pueblo / que todos llevamos en el corazón").

Y desde luego, también está el canto al papá que solo pudo disfrutarlo unos pocos meses: "Ya se murió mi viejo", un himno de afecto, ternura y gratitud ("Recuerdo que de niño con él jugaba yo / que me contaba cuentos / hasta que un día murió"). A esa obra excepcional se suma una muy parecida, "Paredes viejas", un canto que habla de la casa de los abuelos que en el caso de Rodrigo las tuvo en Neiva, Ibagué y Garzón, en donde además de Manila, disfrutó durante unos siete u ocho años de un viejo caserón ubicada de la Calle Real con calle Quinta y que durante muchos años fue propiedad del tío que lo acogió siendo apenas un bebé.

Un hombre que miraba con desdén la muerte, también le cantó al irremediable momento por el que todos los humanos debemos pasar. "Mi partida", "Recogiendo pasos", "El bucanero" y "Cuando yo me muera", son demostraciones contundentes de ese desapego que Rodrigo siempre tuvo hacia lo material y a las banalidades del mundo.

La letra de "Cuando yo me muera" es profética y conmovedora y se ajusta, para cerrar este deshilvanado relato en el día de su partida final, diciéndole desde la cima del cerro del Pacandé al amigo que en razón del parentesco con la silvamenta de Garzón, nunca me dijo Vicente sino 'pariente':

¡Gracias Rodrigo Silva Ramos por su vida!

Sé que estarás muy sola

cuando yo me muera

que pronto encontrarás

quien más te quiera.

Y yo tan solo pido

que me guardes cariño

que olvides el rencor

que hay en tu corazón

y no me des tu olvido.

Cuando yo me muera

que suenen mil guitarras

que canten las cigarras

y que no haya lamentos.

También que venga el viento

que pase por mi tumba

llorando aquel amor

que la muerte hoy derrumba.

No quiero que me llores

cuando ya esté muerte

que pienses que me fue fui

que pienses que me fue fui

y que no he vuelto.

¡Cuando yo me muera!

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